El calor de la multitudinaria civilización o el frío de la cada vez más escasa moral.
Así es, mi querido lector (si es que alguien lee esto). No lo he escrito mal ni me he confundido al expresarme. Estoy diciendo que la civilización es antónima a la moral. Por qué? Tal vez tú ya lo sepas, por lo que me lo explicaré a mí mismo.
La civilización, en este caso Mierdápolis, la ciudad de nuestros amigos; vive en el centro de todo. Bueno, en realidad no, pero así lo creen. La civilización áctual es antinatura, y el que crea lo contrario que le pregunte a los animales que antes vivian bajo el campo sobre el que hoy se levanta su casa. Estamos obligados desde el primer segundo de nuestras vidas a pertenecer a esta civilización, y moldean nuestro cerebro de tal forma, que nos sea casi imposible dejarla por nuestros propios pies.
Moldean nuestro cerebro, como moldean SU moral. Han moldeado SU moral y le han dado forma de papel, al que la mayoría llama dinero. Como ya podíais sospechar alguno de vosotros, ¡Oh! Mis nulos lectores, todo se rige por el dinero en Mierdápolis.
El ser humano está en peligro de exstinción. Los Mercedes y los trajes caros están cometiendo el mayor genocidio de la historia. Se han llevado a millones y millones de personas al otro barrio. Al barrio fiscal.
Era Sábado por la mañana, y nuestros amigos se disponían a quedar en el viejo parque donde siempre se reunían. Concien, Pales y Abaj eran de los pocos ciudadanos de Mierdápolis que aun conocían la moral.
Concien llegó el primero al parque, y fue con su perro, Bush. Bush era un perro de pelo blanco, bastante vago. Un Shar pei al que le gustaba que le lanzasen zapatos en general. Se divertía esquivándolos y recogiéndolos. Era un perro extraño. El perro hizo sus cosas en la zona para perros y a continuación se sentó a la vera del banco en el que siempre se sentaba Concien y sus amigos. A los 5 minutos llego Abaj, y al cabo del poco tiempo Pales.
Se saludaron como siempre, con un simple “Eyyy!” sin convencionalismos ni falsedades. Establecieron una conversación muy amena. Fumaban porros. Al parecer eso estaba muy mal visto en Mierdápolis. Por lo visto era deporte regional criticar el cannabis mientras te bebías un whisky a las 10 de la mañana.
Ahí estaban, en el parque al que llevaban llendo unos 15 años, y nunca había problemas con los padres de los niños, ya que en ese parque ya no había niños. La inocencia escaseaba en Mierdápolis.
Este segundo capítulo no va a ser nada excepcional ni extraordinario, simplemente es el sábado de unos chavales, ya entrados en los veinte, que sabían seguir pasándoselo como el primer día sin recurrir a simplezas capitalistas. Ellos sabían que la unión para vencer al sístema era algo digno de los mejores sueños. Pero sabían, que, al igual que la civilización creía en SU moral, ellos creían en SU unión.
Allí acabaron su día, en el parque de siempre, haciendo lo de siempre. Disfrutando de la poca libertad que la civilización da a la naturaleza. Disfrutando de la poca libertad que la civilización nos da antes de convertirnos en robots mal programados que llaman “adultos”.